
Son las ocho de la mañana. Sigo en paro y sin tener donde caerme muerto. Acabo de levantarme con un dolor de cabeza que no me gusta ni un pelo, porque es idéntico al de las postrimerías de mi época de borracho apestoso, cuando las resacas duraban de juerga a juerga y los sesos —favor que nunca mi hígado, mi dignidad y mi vida les agradecerán lo suficiente— parecía que quisieran reventarme el cráneo con sus feroces latidos, que por esto lo dejé y llevo años sin beber*. Luego no me ha gustado ni un pelo, porque no sé a qué viene, y me inquieta. Me he preparado un solo y me he encendido un cigarro. El dolor de cabeza va remitiendo. Buen síntoma, supongo: los tumores cerebrales no creo que se curen con vicios, así que no será eso. O sí será. Me importa un rábano.
Pero no es de lo que quiero hablaros. Decía que me he levantado. Me he asomado a la ventana —hace, por cierto, un bellísimo día gris—, y unos jardineros están arreglando el parque. Me dan envidia: Pueden gastarse un duro en lo que les parezca. Yo, no. Cuando joven, me asomaba también a la ventana, y también me daban envidia los trabajadores, sobre todo antes de un examen: Ellos no tenían que hacerlo. Yo, sí. Siempre me dieron envidia los que trabajan… Me equivoqué estudiando. De eso quería hablaros.
* (NOTA: Cuando digo ‘beber’, me refiero a las borracheras apestosas. No a tomar algo de alcohol en las comidas si se tercia, unas cervezas puntualmente con amigos o incluso extralimitarse un tanto en ocasiones especiales. Estas prácticas no suponen una agresión significativa para el hígado, la dignidad o la vida del que bebe. Las borracheras apestosas, sí).
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