Esta mañana, cuando he llegado al bar, no se movía una hoja. Ni en las tragaperras. Ni en la televisión. Ni en la cocina. Ni siquiera estaba el mierda de gesto agrio y mirada inquisidora.
—¿Qué pasa hoy aquí, Paquito, que no hay un alma?
—La crisis, don José.
—Claro.
—¿Quiere usted que le encienda la tele?
—No, no. Mejor así. ¿Y tu jefe?
—Ha ido al médico.
—¿Algo grave?
—Que se ha hecho daño cogiendo un peso.
—¡No se muriera! —farfullé.
—¿Cómo?
—Nada, nada.
—En seguida le traigo la jarra.
Inquieta que no haya gente donde esperamos encontrarla, donde suele haberla. Es una sensación como de peligro, de inseguridad, de que las cosas no están funcionando. Incluso los ruidos, tan molestos habitualmente, se nos hacen familiares al punto de añorarlos. Es curiosísimo el mundo de lo cotidiano. El efecto tranquilizador de las costumbres. Y el miedo que da el vacío. La soledad imprevista...
—Su jarra, don José. ¿Palabra?
—Nos cuadra ‘surto’.
—¿O sea?
—Tranquilo, en reposo, en silencio.
—¡Vaya que si nos cuadra!
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