
(Publicado en mi blog antiguo el martes 5 de mayo de 2009)
¡Pedazo de gambas, niño! Ponen una por tapa, que hay crisis, pero he repetido. A mí es que me quitan las gambas, y me matan. Con lo feas que son las hijaputas, y lo buenas que están. Claro, que si encima fueran guapas, sería como comerse a Susan Boyle, ahora que se ha cambiado el look. Parece otra, oye. Y que da gusto escucharla cantar el "I dreamed a dream". ¡Qué voz! Pues ya digo, me dan a elegir entre un container de golfas y una caja de gambas para mí solo, y es que ni lo pienso. Yo tengo mi ritual para comérmelas. Cuando el camarero la trae hago como que no la he visto. Como si no me interesara. Varias, no pocas, milésimas de segundo después, la miro. Pero sin demasiado arrebato. Más bien fingiendo indiferencia (aseguro que no es fácil). Alargo entonces la mano, ni mucho menos burdamente, sino con delicadeza y sigilo, como cumple a esta regalada ambrosía de tan desigual paladar. La rozo. Ya somos un todo indisoluble y para siempre, como yo soñaba. Aún en el plato disloco, a mi pesar, su etéreo cefalotórax de diosa marina. Llevo a mi boca su sápida cabeza, que sorbo, mastico y trituro. Me aplico tras ello al pleon de esta emperatriz de las aguas devorándole sus muchas patas, adentellando su caparazón y echando a volar al solo contacto de sus privilegiadas carnes con mi sucia lengua de tumbaollas. Culmino, inconsolable, con una serie de obligados mordisquitos en el telson, y rompo en llanto.
- ¡Oiga, ponga otra caña!
- ¿Tapa?
- Lo mismo.
- ¿Qué era? ¿Caracoles?
¡Sus muertos!
¡Pedazo de gambas, niño! Ponen una por tapa, que hay crisis, pero he repetido. A mí es que me quitan las gambas, y me matan. Con lo feas que son las hijaputas, y lo buenas que están. Claro, que si encima fueran guapas, sería como comerse a Susan Boyle, ahora que se ha cambiado el look. Parece otra, oye. Y que da gusto escucharla cantar el "I dreamed a dream". ¡Qué voz! Pues ya digo, me dan a elegir entre un container de golfas y una caja de gambas para mí solo, y es que ni lo pienso. Yo tengo mi ritual para comérmelas. Cuando el camarero la trae hago como que no la he visto. Como si no me interesara. Varias, no pocas, milésimas de segundo después, la miro. Pero sin demasiado arrebato. Más bien fingiendo indiferencia (aseguro que no es fácil). Alargo entonces la mano, ni mucho menos burdamente, sino con delicadeza y sigilo, como cumple a esta regalada ambrosía de tan desigual paladar. La rozo. Ya somos un todo indisoluble y para siempre, como yo soñaba. Aún en el plato disloco, a mi pesar, su etéreo cefalotórax de diosa marina. Llevo a mi boca su sápida cabeza, que sorbo, mastico y trituro. Me aplico tras ello al pleon de esta emperatriz de las aguas devorándole sus muchas patas, adentellando su caparazón y echando a volar al solo contacto de sus privilegiadas carnes con mi sucia lengua de tumbaollas. Culmino, inconsolable, con una serie de obligados mordisquitos en el telson, y rompo en llanto.
- ¡Oiga, ponga otra caña!
- ¿Tapa?
- Lo mismo.
- ¿Qué era? ¿Caracoles?
¡Sus muertos!
No hay comentarios:
Publicar un comentario