PACIENCIA Y PRUDENCIA

Esa capacidad natural de las moscas cojoneras para que, queramos o no queramos, se haya de terminar por fuerza hablando de ellas es, de entre las muchas servidumbres que nos impone la vida, una de las que más puede cabrearme, porque no merecen otro aprecio que el desprecio, ni mejor cosa que ser obviadas por completo, pero, de tanto incordiar, alcanzan siempre su objetivo: Ser tema de conversación. Llevo, desde que paralizaron las obras de El Algarrobico, mordiéndome la lengua a la espera de acontecimientos. Hace de eso cuatro años. Ayer, concretamente, los hizo. Luego, paciencia, tengo. Y prudencia, también. De hecho, no arremeto contra el juez Rivera —perdonad el inciso, pero es que olvidé decir antes que miréis la foto de arriba, si os apetece, mientras voy hablando, como apoyo al texto—, porque, conociendo sus mañas —prosigo—, capaz es de enchironarme por ‘indicios’ de antipatía. Ni tampoco contra Greenpeace, no sea que llenen mi casa de pintadas y tomen el demolerla por bandera de vaya usted a saber qué causa extravagante. Pero paciencia y prudencia se acaban si el camino es largo y el burro lento. Sobre todo, cuando ni yo escogí al burro, ni yo elegí el camino, ni pensé jamás hacer viaje tan disparatado. Así que mucho me temo que, a más tardar, antes que después tendré que empercudirme hasta las trancas y abordar muy de veras el asunto. ¿En qué términos? Queda por decidir. De momento, paciencia y prudencia.