Hoy, mientras iba paseando, se me acercó un mendigo.
—Usted —me dijo— es pobre, ¿verdad?
Yo me sonrojé.
—¿Perdone?
—Es pobre, ¿a que sí?
—Caramba. Depende de lo que entendamos por pobre. Ciertamente, las ratas tienen los mismos ingresos que yo, y muchos menos gastos. Debo reconocerlo. Luego, en tal sentido, el económico, puede decirse que sí soy pobre. Más pobre que las ratas, para ser exactos. Pero hay formas de riqueza que no dependen del dinero, como, por ejemplo, la cultura, la creatividad, la experiencia, la salud, el amor, la…
—Es pobre —concluyó—. Se le nota a la legua, amigo. Usted no mira los escaparates como la gente de posibles. Usted los mira acomplejado. Usted mira los escaparates como el feo mira a la mujer hermosa. Sabiendo que nada, sino mirarla, podrá sacar de ella. El adonis, en cambio, la mira pagado de sí mismo, convencido de que puede amarla si se lo propone. Y el rico mira los escaparates confiado. Con desdén incluso. No hay problema si le gusta lo que ve. Lo compra. Pero usted no puede comprar, si le gusta, lo que ve, ¿a que no? Claro que no. Porque es pobre. Ni el feo puede conseguir a la mujer hermosa, porque es feo. Por eso ambos miran de igual forma. Con miedo.
—¿A dónde quiere…?
—No. Déjeme acabar. Yo también miro de ese modo. Miramos con miedo los escaparates, a la mujer hermosa, a la vida porque sabemos cuán difícil es para un desdichado alcanzar sus deseos. Y pensamos, entonces, que mejor es no tenerlos. ¿O acaso no le sucede?
—Hombre…
—Esa es la razón por la que nos asusta mirar. Es la posibilidad de sentir deseos que nunca han de cumplirse lo que nos asusta. Y se nos nota cuando miramos. Tenga, se lo ruego —dijo tomándome la mano y poniendo en ella un euro—, acépteme esto.
—¡Oiga, por favor…!
—No, no. Insisto. Acéptelo. La gente quiere limpiar su conciencia cuando termina el año, y están siendo generosos. Hoy puedo ayudarle.
El mendigo se marchó y me quedé observando la moneda en la palma de mi mano. —«¿Solo un euro» —pensé— «por haber pasado esta vergüenza?». Aunque tal vez no fuera el precio de mi vergüenza lo que representaba ese euro, sino el precio de algo infinitamente más sórdido: el de mi verdad, el precio de la humillante verdad que me ha tocado estar viviendo. ¡Mal haya mi suerte!
—Usted —me dijo— es pobre, ¿verdad?
Yo me sonrojé.
—¿Perdone?
—Es pobre, ¿a que sí?
—Caramba. Depende de lo que entendamos por pobre. Ciertamente, las ratas tienen los mismos ingresos que yo, y muchos menos gastos. Debo reconocerlo. Luego, en tal sentido, el económico, puede decirse que sí soy pobre. Más pobre que las ratas, para ser exactos. Pero hay formas de riqueza que no dependen del dinero, como, por ejemplo, la cultura, la creatividad, la experiencia, la salud, el amor, la…
—Es pobre —concluyó—. Se le nota a la legua, amigo. Usted no mira los escaparates como la gente de posibles. Usted los mira acomplejado. Usted mira los escaparates como el feo mira a la mujer hermosa. Sabiendo que nada, sino mirarla, podrá sacar de ella. El adonis, en cambio, la mira pagado de sí mismo, convencido de que puede amarla si se lo propone. Y el rico mira los escaparates confiado. Con desdén incluso. No hay problema si le gusta lo que ve. Lo compra. Pero usted no puede comprar, si le gusta, lo que ve, ¿a que no? Claro que no. Porque es pobre. Ni el feo puede conseguir a la mujer hermosa, porque es feo. Por eso ambos miran de igual forma. Con miedo.
—¿A dónde quiere…?
—No. Déjeme acabar. Yo también miro de ese modo. Miramos con miedo los escaparates, a la mujer hermosa, a la vida porque sabemos cuán difícil es para un desdichado alcanzar sus deseos. Y pensamos, entonces, que mejor es no tenerlos. ¿O acaso no le sucede?
—Hombre…
—Esa es la razón por la que nos asusta mirar. Es la posibilidad de sentir deseos que nunca han de cumplirse lo que nos asusta. Y se nos nota cuando miramos. Tenga, se lo ruego —dijo tomándome la mano y poniendo en ella un euro—, acépteme esto.
—¡Oiga, por favor…!
—No, no. Insisto. Acéptelo. La gente quiere limpiar su conciencia cuando termina el año, y están siendo generosos. Hoy puedo ayudarle.
El mendigo se marchó y me quedé observando la moneda en la palma de mi mano. —«¿Solo un euro» —pensé— «por haber pasado esta vergüenza?». Aunque tal vez no fuera el precio de mi vergüenza lo que representaba ese euro, sino el precio de algo infinitamente más sórdido: el de mi verdad, el precio de la humillante verdad que me ha tocado estar viviendo. ¡Mal haya mi suerte!
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